sábado, 19 de septiembre de 2015

Libros que no leeré

Hoy han instalado la conexión por fibra óptica en casa. Eso ha supuesto vaciar y mover tres estanterías de mi pequeño despacho. Y luego, lógicamente, volver a colocar todo en su sitio.

He de decir, que hay libros por toda la casa, repartidos por mi mujer y por mí de una forma y con un orden bastante incomprensibles, especialmente para ella. En el sótano hay unas estanterías grandes donde los libros están colocados por idioma, nacionalidad y un orden más o menos cronológico de autores, aunque también hay áreas organizadas por géneros, concretamente policíaco, terror, filosofía y enayo, historia, humor y temas prácticos. También tenemos un apartado para la poesía, bastante caótico, y otro para el teatro.

La mayor parte de los libros que están allí abajo los he leído y el resto estoy seguro ya de que nunca los voy a leer. Y no me importa gran cosa, porque los que verdaderamente querría leer están aquí, en mi despacho, en una zona donde entran a mucha más velocidad de la que salen. El asunto es que el movimiento ocasionado por la llegada de la fibra me ha enfrentado al hecho casi inapelable de que tampoco voy a poder leer todo lo que está acumulándose aquí desde hace años y que constituye una miscelánea de difícil interpretación. Desde las baldas reclaman mi atención Woody Allen, Cabrera Infante, Lem, Cercas, Posadas, Noel Clarasó, las cartas de Mihura, Edgar Wallace, El Anacronópete, Cuentos del Niger, Stoner, Yo fui a EGB, Todo lo que siempre quiso saber de la lengua castellana, Look Back in anger, unas docenas de libros de historia de la vieja iberia –desde los íberos a la baja Edad Media-, libros de mi profesión, y esos tochos como El asesinato de Pitágoras, que te regalan porque son best seller o han tenido un premio y los mantengo en suspenso porque que quizás, me digo, debería darles una oportunidad, y así dos o tres docenas más. Y a todos estos tendría que añadir los que tengo descargados en el Kindle y que también tienden a acumularse.

A continuación he repasado mis lecturas de vacaciones, el único momento del año en el que salen de mi despacho más libros de los que entran. Y me he dado cuenta de que prácticamente todo lo que he leído durante ese mes estaba escrito por amigos, es decir, de una forma u otra eran libros que “tenía” que leer. La mayoría, eran  buenos, algunos muy buenos, como los de Emilio Gavilanes o Paloma González Rubio, otros pasables, no diré cuáles para que no se cabreen sus autores, pero lo cierto es que solo unos pocos habrían sido elegidos de no ser por mis lazos con su autor. Y no me quejo: afortunadamente esta vez no he tenido que leer ningún original de los que llegan a Ediciones de la Discreta y que en ocasiones me resulta una auténtica tortura física terminar. El caso es que ha llegado un punto en el que el poco tiempo de que dispongo para leer no lo puedo destinar, más que en una pequeña parte, a aquello que verdaderamente quiero leer. Tendré que pensar en cómo solucionarlo, porque lo que no puedo es decirle a mis amigos que dejen de escribir una temporada. Se lo van a tomar a mal.

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