domingo, 3 de septiembre de 2017

Un relato: Una mujer como aquella

Una mujer como aquella


La memoria juega con nosotros de forma extraña. Por ejemplo, rescata imágenes cubiertas por el polvo de los años y nos las presenta, de repente y sin venir a cuento, como si fuesen de ayer mismo. Hoy, la mía me ha puesto por delante una motocicleta grande, una Moto Guzzi V7 California, guardada en un garaje y con una biela que le asoma feamente por el cárter. Aunque era un recuerdo muy antiguo, enseguida ha tirado del resto de la historia.
Yo debía de tener quince años. Mi propensión a suspender matemáticas-física-química (salteadas o en bloque) obligaba a mi padre, año tras año, a cumplir con su amenaza de llevarme a trabajar con él en verano. Como era entarimador, acuchillador y barnizador de suelos, mis vacaciones coincidían con su temporada alta.  Así que, en lugar de pasarlo en grande con mi pandilla de un pueblo de la sierra, me veía obligado por unos días, nunca se sabía cuántos, a quedarme con él para echarle una mano. Seguramente le ayudaba más poco que mucho, pero él había comprometido su palabra.
Ese verano el tajo se desarrollaba en un chalé de las afueras. Tengo muy buena memoria espacial y podría afirmar, a pesar del tiempo transcurrido, que estaba situado en una urbanización nueva al noroeste de la ciudad. Hoy es una zona reservada a millonarios, pero a comienzos de los setenta apenas empezaba a ser colonizada por una nueva clase media alta que, embobada por el american way of life de las películas de Hollywood, probaba qué era aquello de vivir en una casa en las afueras con jardín y garaje. Desde mi perspectiva, en cualquier caso, eran ricos, muy ricos.

***

Recuerdo un chalé nuevo, blanco, grande, pero, sobre todo, recuerdo a una mujer. Seguramente frisaría la treintena, pero para mí era una señora, una señora tremendamente atractiva. Mi padre me decía por lo bajo que estaba loca, pero le seguía la corriente y atendía sus caprichos acerca del trabajo a hacer, a veces absurdos y siempre solicitados con una zalamería que habría enfurecido a mi madre de haber estado allí. La recuerdo alta, delgada, de pelo largo y claro. Pero sobre todo recuerdo cómo se movía, su armonía, su energía y cómo se expresaba. Yo era un chico de barrio y nunca había oído hablar así a nadie fuera de las aulas y la televisión, de forma tan correcta, tan alambicada y, al tiempo, con tanta naturalidad. Supongo que me encontraba por primera vez en mi vida con alguien educado en los mejores colegios extranjeros. Una mujer capaz de darle conversación al embajador de Alemania y dueña de una agenda de teléfonos llena de apodos absurdos, como Patato,  Chitina o Pirri, seguidos siempre de una larga lista de apellidos rimbombantes, separados por “des” e “ys” sin solución de continuidad .
Un ser que sabía tocar el piano y, no solo eso, que tenía un piano de media cola en un extremo elevado del gran salón. Una de nuestras tareas fue, precisamente, colocar aquel armatoste en el centro de ese escenario. Aunque tenía ruedas finas en sus patas y mi padre lo había movido él solo para poder lijar y barnizar el suelo, ahora era necesario resituarlo de alguna forma que no arruinase el brillante acabado de la tarima de wengué. No era tarea para solo dos personas, pero aquella mujer no se daba por vencida fácilmente. Nosotros éramos el único oficio que quedaba en la casa ese día, llegaba el fin de semana y ella quería ver ya su piano colocado. “Usted es un hombre muy fuerte y su hijo está muy delgado, pero se le ve fibroso. Verá cómo podemos. Yo también ayudaré”. Mi padre le indicó que su tarea sería meter bajo cada una de las patas una manta y, por encima de ella, una tabla larga sobre la que haríamos rodar el piano. Ella tendría que ir colocando por delante una segunda tabla cada vez que llegásemos al final del recorrido. No sé cómo, pero logramos levantar ese monstruo varias veces hasta que lo situamos en su sitio.
Se puso tan contenta que arrimó una banqueta de la cocina y comenzó a tocar sin partitura. Apenas pude oírla unos minutos, pero me emocionó. Era una pieza impresionista, no sabría decir cuál. Yo no había oído nunca esa música y creí que era algo maravillosamente improvisado. Me pareció que ella, al percibir mi embeleso, empezaba a tomarse muy en serio la interpretación, pero sonó el teléfono y el encanto se deshizo.
***
Mientras mi padre se afanaba en las habitaciones del piso superior yo tenía dos opciones de refugio: un jardín a treinta y muchos grados, o el garaje. Era una fácil decisión. El garaje tenía el portón abierto y rebosaba de sillas, sofás y otros muebles en los que sentarse, pero eso no era lo mejor, lo más extraordinario era esa moto arrinconada al fondo. Yo soñaba con tener un ciclomotor, una Mobylette, un Vespino, lo que fuese, pero allí había una moto de verdad, una moto casi imposible de ver por las calles españolas en 1973: una imponente Moto Guzzi V7 California con manillar ancho y amplio parabrisas. Ni la escolta de los mandatarios disponía de motos como esa. Lástima que luciera esa avería tremenda, pero eso no me impidió sentarme en ella e imaginar que recorría carreteras infinitas y solitarias, paraba en gasolineras perdidas en las que rescataba a chicas secuestradas por tipos peligrosos y huía perseguido por coches descapotables de cinco metros de los que salía una lluvia de balas.  El piano sonaba cerca de allí y aquello no podía ser mejor. En un momento dado la música cesó. Puse mis oídos en alerta por si alguien me llamaba. Nada. Así que seguí desfaciendo entuertos sobre mi Rocinante herido durante un rato hasta que, de repente, la vi a ella. Me miraba desde el otro lado de la puerta interior por la que se colaba un haz de luz moteado de polvo que parecía de estrellas. Normalmente vestía de forma juvenil, con unos pantalones ajustados y una blusa. Pero esa vez llevaba un vestido de tirantes amarillo con lunares negros y una diadema de la misma tela, que sujetaba su melena. Yo pensé que no podía haber en el mundo algo más bello. Y noté cómo me hacía pequeño, cómo dejaba de ser un tipo duro y me transmutaba en un manojito de nervios balbuceante.
“Te gusta, ¿verdad?” “Sí”, murmuré pensando que se refería a ella o a su vestido: ¿a qué si no? “Mi marido apenas la usa, y ahora menos. Le ha fundido una biela o algo así. A mí también me gusta, pero él está siempre fuera, viajando, y yo no tengo carné de moto. ¿Tienes tú?” Algo parecido a un “no” gutural salió de mi garganta. “No te preocupes. No podemos sacarla de aquí, pero seguro que puedes llevarme a algún sitio bonito ¿Te atreves?”  Y sin darme tiempo a emitir ningún otro graznido, vino hasta mí, bajó los estribos del pasajero y se montó detrás sin aparente esfuerzo. “¿Dónde me llevas, guapo muchacho? Espero que sea un sitio divino, lleno de gente interesante y lugares donde beber y escuchar música hasta el amanecer. ¿Dónde se te ocurre?”. Yo iba a proponer un parque de atracciones pero, afortunadamente, recordé que en la tele había visto hacía poco Vacaciones en Roma. “¿A Roma?”. “¡¡¡Siiiiií!!!” Gritó entusiasmada y casi me desmayo. “¡¡Andiamo a Roma!! ¡Subito, bambino!”. Y entonces se agarró a mi cintura, se me pegó a la espalda y puso su barbilla en mi hombro. Un nudo de goma me cerró la garganta. Su perfume me envolvió como si fuese una droga y caí en una especie de trance. Llegamos a Roma enseguida. Paramos en Piazza Spagna, en la Fontana de Trevi, dimos una vuelta alrededor del Coliseo…ella me iba explicando todo a cada paso. En las tiendas de Via Condoti compró un casco para cada uno. Luego nos perdimos por el Trastevere hasta que, finalmente, conseguimos llegar a Gianicolo a tiempo de contemplar la puesta de sol más maravillosa que nunca ha habido. Ella se sentó de lado y me pidió que hiciera lo mismo. Y, poco a poco, me fue describiendo la maravillosa vista con todo detalle, como si se hubiera criado en Roma. Hasta que quedó en silencio, apoyó su cabeza en mi hombro y suspiró. Estuvimos así una eternidad. Pero, cuando intenté tocarle la cara con la otra mano, se bajó de golpe de nuestra alfombra mágica. Se situó frente a mí, me miró con una sonrisa traviesa, me revolvió el pelo con las dos manos y me besó. Seguramente me besó en la frente, pero yo juraría que fue en los labios.
No dijo nada. Se fue hacia la puerta mirándome, me despidió con un gesto de la mano desde el umbral y desapareció. Desapareció para siempre. Mi padre decidió que el castigo ya había sido suficiente y, al día siguiente, me llevó con mi madre, mi hermana y mi pandilla. Poco a poco el recuerdo del perfume fue evaporándose, aunque aún hoy lo reconocería. Un amigo estrenaba una Gilera de 50 cc ¡con cuatro marchas! Y yo no paré hasta conseguir que me la dejara probar en el campo de fútbol. Y había una chica que…
Tras la vuelta a casa, un día de septiembre se me ocurrió preguntar a mi padre. “¿Qué tal la loca?” Me miró intrigado. “¿La del chalé?” “Sí”. “No te lo vas a creer. Cuando se terminó la obra dijo que no quería vivir allí, que quería vender la casa. Convenció a su marido y se han venido de alquiler a un piso del centro mientras buscan algo para comprar. Me parece normal. ¿Qué iba a hacer una mujer como aquella tocando el piano, sola, en una casa tan grande?: Venir al centro todos los días”.
Me quedé con lo de “como aquella”. Mi padre es hombre de pocas palabras y en esas dos había concentrado toda la singularidad que podía transmitir con su vocabulario. Una mujer como aquella, como esas que nunca se olvidan.
Por cierto, lo confieso, tengo una Moto Guzzi California en mi garaje.


©David Torrejón

Copyrigth: David Torrejón Lechón